Fellini Coffee: Un vistazo al corazón de la Ciudad de Nueva York

Trabajar en un café de Nueva York ofrece profundas lecciones sobre la humanidad y los sueños. Descubre cómo esta experiencia única puede transformar tu perspectiva sobre los retos de la vida en esta vibrante ciudad.

EXPERIENCIAS

11/11/20248 min leer

Trabajar en una cafetería en Nueva York fue una de las experiencias más transformadoras de mi vida y siento que todos lo deberíamos experimentar. Lo que comenzó como un simple trabajo terminó siendo una profunda lección sobre la humanidad, los sueños, y las dificultades de esta gran ciudad.

Mis compañeros de trabajo no eran solo colegas, eran personas extraordinarias, la mayoría inmigrantes o artistas, cada uno con su propia historia. Vivían en Nueva York con el mismo anhelo que yo: cumplir un sueño en una ciudad que no perdona. Bailarines, músicos, actores; cada uno luchando con su realidad, mientras trabajábamos juntos, sirviendo vino y café. Había días en que la presión me superaba. Como shift leader, quería que todo funcionara perfecto: organizar la cafeteria, ver que todo este limpio, tener buenas ventas, que la gente tuviera una linda experiencia y no tuviera que esperar, especialmente en las horas más ocupadas. Además, tenía que lidiar con clientes molestos que decían que no aceptar efectivo era ilegal, y explicarles que esas eran políticas de la compañía. No solo eso, también enfrentaba la frustración de algunos compañeros que insistían en que era ilegal que los managers recibieran parte de las propinas. Todo eso, sumado a la presión diaria, abruma a cualquiera y reconozco que a veces se me iba la paciencia. Pero con el tiempo aprendí que las diferencias culturales y las sensibilidades de cada persona importan más que un turno sin errores. Aunque no terminé bien con algunos compañeros, les deseo de todo corazón que logren sus sueños, porque sé que, al igual que yo, también luchan por algo más grande en esta ciudad con muchas oportunidades.

Esa cafetería, con todas sus imperfecciones, me regaló mis primeros amigos en Nueva York. Entre el caos del trabajo, forjamos lazos que van más allá de las horas laborales. No fue fácil, pero había momentos que lo hacían todo valer la pena. Como cuando nuestros clientes, con su amabilidad y fidelidad, me recordaban que esta ciudad también está llena de calidez. Atendí a estilistas de famosos, dueños de negocios y actores como Brandon Flynn, a quien reconocí al instante, pero fingí no saber quién era para no ponerme nervioso. Me preguntaba si él notaba mi esfuerzo por mantener la calma mientras le tomaba su orden. Los clientes regulares de este vecindario llamado Chelsea siempre me saludaban con un “Hola, Bryan”. Sabían mi nombre y yo me sentía mal por no recordar los suyos, ya que atendía a muchos clientes cada día. Algunos literalmente venían solo para decirme: “Vine a decir hola y ver cómo estabas”. Esos gestos simples me llenaban de alegría y hacían que los días duros fueran más llevaderos.

Un momento que jamás olvidaré fue cuando Grace Coddington, el ícono de la moda, entró a la cafetería. Me sorprendió su sencillez y humildad. Me sacó una sonrisa cuando, con una naturalidad encantadora, me dijo que no necesitaba cubiertos para comer su pizza. Ese encuentro me recordó que, a pesar de lo frenética y abrumadora que puede ser esta ciudad, incluso las personas más icónicas pueden ser increíblemente simples y humanas.

Sin embargo, no todo era glamour. Nueva York también es una ciudad llena de contrastes y extremos. Regularmente lidiábamos con personas sin hogar que buscaban refugio, a veces solo una silla para descansar o algo para comer. Y luego estaban aquellos a quienes llamábamos "los locos", personas que entraban gritando o actuando de manera impredecible. Algunas veces teníamos que manejar esas situaciones con calma, otras veces con firmeza. Era una parte de la ciudad que no podías ignorar, que entraba por las puertas sin pedir permiso y nos recordaba cuán cruda puede ser la vida aquí.

Por supuesto, no todo fue tan bonito. La cafetería enfrentaba problemas serios. Plagas de ratas y moscas que nunca parecían desaparecer, un dishwasher que siempre estaba roto, un horno que no calentaba, una puerta principal que nunca funcionaba bien y luego estaba el dueño. Sabíamos su nombre, pero jamás se presentó formalmente a cada uno de nosotros a quienes realmente sostenían el lugar. No había una conexión real, solo órdenes desde lejos, decisiones que tomaba sin entender realmente lo que pasaba en su propio negocio.

Los cambios constantes también fueron agotadores. Cada semana había algo nuevo: cambios en el menú, implementaron la heladeria, nuevos empleados cada semana, nuevos managers, e incluso una época en la que no tuvimos manager. Fueron los empleados antiguos quienes aguantaron esa tormenta, intentando mantener todo a flote sin dirección. Todo comenzó a mejorar cuando llegó el último manager. Fue una bocanada de aire fresco. Se preocupaba por nosotros,nos escuchaba, era neutral, se tomaba en serio los problemas, e incluso resolvía cosas en sus días libres. Espero que le estén pagando todas las horas extra que se merece, porque sin él, las cosas no habrían mejorado.

Uno de los mayores placeres para mí fue poder hacer felices a mis clientes. Me encantaba sorprenderlos con pequeños detalles: golosinas para ellos o para sus perros, o pequeños gestos en sus cumpleaños. Me las ingeniaba para crear algo especial y ver sus sonrisas en días importantes. Esos momentos hacían que todo el esfuerzo valiera la pena.

Pero entre todos los clientes, nunca olvidaré a uno en particular: un fashionista excéntrico que venía con su lindo perro llamado Hudson, como el río al lado de esta gran ciudad que es Nueva York. Al principio, me sacaba de quicio. Siempre se quejaba, ya sea del servicio, de los empleados o de otros clientes. Era frustrante y agotador, pero con el tiempo, empecé a entender su humor y me di cuenta de que, detrás de esa fachada crítica, tenía un buen corazón. Con paciencia y tolerancia, logramos una conexión y, poco a poco, se volvió parte de mis turnos. Me compartió detalles de su vida, me presentó a su hija, a sus colegas, y aunque muchos de mis compañeros no lo soportaban porque no era fácil de tratar, para mí se convirtió en un cliente especial que será difícil de olvidar por sus ocurrencias. Tenía sus errores, como cualquier ser humano, pero descubrí que, bajo su exterior exigente, había alguien generoso y auténtico. Siempre pensé que, con lo que gastaba mensualmente en la cafetería, podría haber abierto la suya.

Un día, sin embargo, sucedió algo que me conmovió profundamente. Un niño pequeño entró a la cafetería vendiendo caramelos. Estaba solo, caminando por la ciudad, y casi me dieron ganas de llorar. ¿Cómo era posible que estuviera solo en una ciudad tan grande, tan imponente? Mi compañera y yo le ofrecimos algo de comer, pero él lo rechazó, probablemente pensando que le cobraríamos. Solo dijo: “Quiero agua porque tengo mucha sed”. Fue un golpe al corazón verlo marcharse, caminando de nuevo por esas calles inmensas. Nueva York es así, puede ser grandiosa y devastadora al mismo tiempo. Te hace sentir vivo, pero también te recuerda lo vulnerable que puedes ser.

Y hablando de agua… Jamás olvidaré la vez que el dueño se molestó conmigo por no haberle ofrecido un vaso de agua. Imagínate, en medio de todo el caos de un día donde la mañana estuvo tan ocupada que ni hubo tiempo de rellenar todo lo necesario para el servicio de la noche, él decidió que lo más importante era que no le había preguntado si quería algo de beber o de haber recogido los platos sucios de una mesa. Como si eso fuera lo único que tenía que hacer en ese momento. Estaba organizando todo para hacer el trabajo más fácil para todos porque sabía lo que vendría más tarde. Pero, claro, él no tenía ni idea de lo que pasaba en realidad. Era como si viviera en otro mundo. Ni se acercó a sus propios trabajadores para preguntar si todo estaba bien. Nunca lo hizo, y no creo que lo haga, porque, sinceramente para mi, su comportamiento me parecía más el de una diva de Nueva York que el de un verdadero líder.

Otro de los aspectos más absurdos de trabajar para él era su obsesión con bajar las luces a una cierta hora, sin importar si estábamos en medio de la locura del turno. No importaba si la cafetería estaba llena de clientes que esperaban sus pedidos; las luces tenían que bajarse. Mientras lidiábamos con plagas como ratas y moscas, lo que parecía preocuparle era crear una “atmósfera” adecuada. La desconexión entre lo que sucedía en el día a día y lo que él creía importante era frustrante, por decir lo menos.

A pesar de todo, siempre me preocupé por el bienestar de mis compañeros en mi turno, porque el trabajo físico era brutal; agacharse una y otra vez para servir café desde la zona de helados nos destrozaba el cuerpo, y espero de corazón que todos mis ex compañeros de trabajo estén bien de la espalda. Por más que te esfuerces y seas bueno en tu trabajo, cuando el dueño tiene una percepción equivocada de ti, es como si nada de eso importara. En Nueva York, donde la vida no se detiene y todos corren sin mirar atrás, te das cuenta de que no importa cuántas horas trabajes, cuántos problemas resuelvas o cuántas sonrisas des a los clientes. Si quien tiene el poder no entiende la realidad de lo que enfrentamos día a día, simplemente te descartan sin darte la oportunidad de demostrar lo contrario. Es frustrante, pero es una lección que esta ciudad implacable te enseña: no siempre el esfuerzo es suficiente, y a veces, el valor de lo que haces solo lo entienden quienes estuvieron allí contigo.

Trabajar en esa cafetería me transformó profundamente. Me enseñó que la vida es un constante equilibrio entre el esfuerzo propio y las expectativas de los demás, y que el reconocimiento no siempre llega, incluso cuando es merecido. Aprendí sobre la resiliencia, sobre la importancia de la empatía, y cómo, en medio del caos de una ciudad tan inmensa, los pequeños momentos pueden tener un impacto duradero. Aun así, no queda más que seguir adelante, aprendiendo a no depender de la aprobación ajena y valorando lo que haces por ti mismo. A veces, el verdadero triunfo radica en no permitir que las opiniones equivocadas de quienes no conocen tu lucha te definan.

Esa cafetería no fue mi destino final, pero sí una parada crucial en mi camino. Nueva York, con su caos y su belleza, me ha dado mucho más de lo que jamás imaginé.